La pandemia es un catalizador emergente de la normalización de la crisis sistémica que venimos padeciendo: de garantías de los derechos humanos y de equidad, erosión del estado, altas tasas de mortalidad invisibilizadas por enfermedades crónico-degenerativas, contaminación de mantos acuíferos, exclusión y discriminación laboral, desnutrición, suicidios, violencia de género, secuestros etc. El virus se expandió en el contexto de una sociedad globalizada, viajo en avión como lo hizo en su momento el zika y el chicunguya en 2013 (al primero se le asocia a la microcefalia). Si bien, las alarmas se encendieron por el ébola, una de las crisis de salud cuyo virus tenía una letalidad al principio del 90%, la focalización, limitación de comunicaciones y desconexión posibilitó un control de la propagación.
La expansión del virus detonó las alarmas en los lugares interconectados en tiempo real. En México, posiblemente, debido a las experiencias de baja letalidad, los estragos desconocidos de las anteriores epidemias (H1N1) y del impacto (COVID-19), pasó desapercibido y sin mayor trascendencia hasta finales de febrero cuando se presentaron los primeros casos. En el escenario social se impulsó una política racional a un movimiento entrópico; explicando, una y otra vez, con el conocimiento y experiencia de otros países, las posibles consecuencias y las medidas de contención en un país mermado por las clásicas-renovadas formas de gobernanza.
El virus se propago con la velocidad de un hashtag que denuncia un momento indignante, limitó los movimientos migratorios y dejo al descubierto la precariedad laboral de la población. Dividió a la sociedad de aquellos que tuvieron las posibilidades de allegarse a un trabajo del aparato de estado, con ciertas garantías laborales y de aquellos que acorde con las dinámicas de mercado ofrecía sus cualidades físicas y culturales y, habilidades mecánicas y cognitivas, al sector de servicios, de la construcción y de la transformación; dejando al descubierto a quienes contaban con ciertas garantías civiles, sociales y humanas frente a la economía liberal. El impacto social y económico apenas se avecina, pero el confinamiento lo posterga debido a la movilidad limitada.
“A bote pronto”, iniciaron las medidas: primero las escuelas, experimentaron un despoblamiento, le siguieron las actividades burocráticas y, con ello, la mayoría de las actividades informales. El aislamiento de una parte de la población implicó asumir una actitud de prevención frente al riesgo, por no decir una actitud de miedo, que poco a poco se ha ido normalizando. Con el confinamiento, el trabajo, la escuela, la oficina se trasladaron a casa o, en algunos casos, se perdieron. La casa se transformó en una extensión del aula, el cubículo o la oficina y quedo expuesta a la irrupción e interrupción por alguna auditoria y, en algunos casos, el hostigamiento laboral y la toma de decisiones verticales. La pantalla de la computadora se convirtió en una ventana que deja ver una fracción inmóvil de la realidad personal a un espectador atento al movimiento de la expresión de lo familiar, de lo privado para volverse público, caricaturizarlo y conservarlo como una información.
El impacto empieza a hacer estragos, el encierro en casa ha dado origen al fortalecimiento de una familia burbuja, con limitadas y programadas reuniones. Acciones que se han trasladado a interacciones sociales y laborales como ventaja o no, de la comunicación virtual. Lo que pesa es la pérdida de la socialización, el aumento exponencial de los iguales y la indiferencia política como efecto de la realidad aumentada y la presencia extendida (sucesos y hechos múltiples en cortos periodos de tiempo), de las decisiones verticales que en estos momentos afectan a todos los integrantes de la familia.
Pueden identificarse las 168 mil muertes de Brasil, las 100 mil muertes de México, las 8 mil de Filipinas y compararlas y, volver la mirada a Alemania y fijar su atención sobre Cuba y regresarla a China y observar la celeridad con la que se mueven los números, el mapa en tiempo real lo permite. Pero esta mirada nos distancia de las situaciones y condiciones locales; la celeridad con la que cambian los números es la misma con la que se mueven las personas y, en México, no ha sido posible garantizar… retribuir la inmovilidad.
La incertidumbre del siglo XX se acompaña de las garantías biomédicas, biotecnológicas y tecnológicas del siglo XXI; pues la esperanza de vida de la población entre 1950, cuando el promedio de vida era apenas de 50 años, y el año 2000 incrementó a 75 años. Periodo en que también cambio la relación con la naturaleza y la contemplación de la vida y de la muerte. En estos 70 años de innovación tecnológica también se agudizó nuestro distanciamiento con la naturaleza, con la condición sistémica de la vida. Las particularidades de la vida entraman una memoria contacto con los iguales y con los diferentes, con el agua, el aire y la vegetación.
En el aprendizaje el virus hizo patente la emergencia cognitiva frente al aceleracionismo tecnológico y la prevalencia de la obsolescencia tecnológica como condición de la Inteligencia Artificial de continua innovación frente a la cualidad cognitiva humana. Situación que nubla el horizonte de las personas y lo lleva a mirar la realidad desde una dinámica lineal vertical. El virus se trata desde una mirada racional se traslada en la persona, interactúa con radio de acción menor a los 1.5 m, el sujeto es el medio de propagación. Además, deben considerarse los aerosoles como un medio de propagación por lo que se reafirma la inmovilización como una política de estado para gestionar un presupuesto destinado a atender al portador del virus, no a la propagación de este.
La política no debe emular al caos, debe instrumentar medidas que atiendan la condición sistémica, entrópica o caótica del COVID-19 y su colateralidad. Es un momento propicio para voltear a nuestro entorno y fomentar un pensamiento sistémico, orgánico. Las cosas no van a salir bien frente a la perdida de los precarios servicios de salud, el distanciamiento social que no se reduce a espacio sino a afectividades y el incremento del desempleo.
Lo que debe ponerse en juego es la mirada global que entiende la complejidad como una relación sistemática de las interacciones y atenta contra las miradas locales, complejas por su relación orgánica con su entorno. La educación debe atender la complejidad de los procesos biotecnológicos e infotecnológicos que están generando grandes cambios en el planeta, alterando las condiciones de sus sistemas naturales, modificando su sostenibilidad y las relaciones entre las personas. Debemos visualizar la aceleración de la precariedad cognitiva que se avecina en incremento de la socialización de una realidad de la apariencia, el crédito social o la comunidad del me gusta.
El estado debe dejar de tratar al virus desde la mirada clásica de la pandemia y/o epidemia y, empezarlo a observar como una sindemia. Una mirada compleja para comprender que el COVID-19 no puede tratarse desde una lógica lineal pues lo fortalecen y agudizan el espacio, las condiciones biológicas y sociales, las enfermedades y las adicciones como lo mostró el antropólogo médico Merrill Singer en su estudio de la transmisión del sida y como lo han anunciado Richard Horton: “es la suma de dos o más epidemias o brotes de enfermedades” relacionadas con desigualdades sociales, precariedad laboral e inmobiliaria.
Los científicos mencionan que el problema no lo resolverá una vacuna y el confinamiento se prolongará más de lo que esperamos. La situación acelera la necesidad de modelos educativos que impulsen una conciencia ecosistémica que afronte la complejidad.