Pensar el futuro está asociado a la idea macroscópica de evolución y progreso y disociado del movimiento sistémico orgánico que puede representar una limitación, una alteración contingente, inesperada. Al concepto lo arropamos conscientes de que, si bien no carece de un valor, su significación es múltiple. Pensar el futuro en el siglo XXI es considerar que existen diversas posibilidades para alcanzarlo y que algunas de ellas (biotecnológicas e infotecnológicas) representan limitaciones. El hombre, empecinado en encontrar energías renovables cava un hoyo para tapar otro. Las energías limpias aumentan la eficacia del desplazamiento y la producción de bienes de consumo cotidiano. Se extrae energía de la naturaleza en la medida que se agota, erosiona y fractura sus ecosistemas y la naturaleza tiene sus propios tiempos de recuperación. Las formas de extracción y reciclaje son adversas a la misma naturaleza, los desechos de las energías profundizan el desequilibrio.
Al igual que busca energía, el ser humano tiene un imaginario histórico de prolongar la vida, en el siglo XXI, mas allá de los noventa años; se decanta ante la idea de que los límites los impone su imaginario de futuro y no la ciencia que intenta ser una reproducción de la naturaleza. Los alcances de la biotecnología permitieron la clonación de dos primates (Zhong Zhong y Hua Hua) con fines médicos; investigación de enfermedades y, con la justificación que ello permitirá reducir su extinción. Con todo, a 24 años de la clonación de la oveja Dolly ya existen clonaciones por pedido de perros, vacas y modificación genética. El siglo XXI asomó la cara exponiendo la continuidad de la guerra como uno de los principales problemas a superar por el ser humano; se presentó de cuerpo completo con los riesgos de la condición sistémica del planeta que altera el equilibrio biotecnológico del hombre, que puso en marcha su resiliencia y adaptabilidad.
La idea del futuro de los cien años del ser humano tiene resultados favorables, a la fecha es posible observar la convivencia de cuatro generaciones; personas que con 40 años conviven con abuelos o niños que conocen a abuelos y, en algún caso, a la tatarabuela. Posterior a la gran guerra, cuando complejos cognitivos dedicados a la investigación biotecnología desarrollaron los antibióticos, el promedio de vida pasó de los 45 a los 75 años y en países europeos han alcanzado los 83 años. En América Latina, a los 75 años -si bien nos va-, concluiremos una vida de trabajo en algún plan de jubilación (con 10 años menos seria más digno); sino tendremos que prolongar nuestra estancia en los centros de trabajo y aprender a convivir con los ideales generacionales. A contraparte, la supervivencia dependerá de la solidaridad de las segundas y terceras generaciones o la empatía en el mercado informal.
La aspiración de alguno de los futuros, tecnológico, biotecnológico, cultural, político, social está de la mano de una educación orientada al aprendizaje colaborativo de saberes para la vida. Ello conlleva a responsabilidades y valores distintos a los impuestos por la educación actual: colaboración, reconocimiento de la diferencia, pensamiento disruptivo, sistémico y transversal. Esa educación no debe prolongar la idea de vivir para el mercado sino de vivir con dignidad y plenitud.
Esos futuros alternos, es decir los referentes mostrados por la realidad extendida, pluralizan las aspiraciones a la vez que las emparejan. Para una gran parte de la población esa será una forma de estar en el mundo, de trascender, de conocer otras dinámicas de la vida cotidiana en sus contextos culturales, políticos, económicos o sociales. La desescolarización nos llevó a migrar a realidades virtuales de aprendizaje asimétrico y asincrónico, colocamos en plataformas conocimientos para aprendizajes específicos y realizamos actividades de telepresencia para desarrollar un diálogo, nos conectamos con colegas de diversas partes del país y del mundo en una danza de aprendizajes colmenarios para dar respuesta a los problemas emergentes desde como lo hace el otro. Pero la empatía quedo limitada a las múltiples realidades de los estudiantes y de los actores educativos informales: cada pantalla es una vida o una ausencia.
El futuro alterno es aquel que nos vislumbra la posibilidad de aprender a convivir, a emparejarnos en aspiraciones colaborativas o a empatías económicas y a adquirir un pensamiento sistémico. Los abuelos, como algunos de ellos lo externan, “ya vivimos” y la muerte es un tránsito, nos “escandaliza” la muerte a los jóvenes a los niños frente a su maximización y la limitación de contenerla. Enfermarse y morir en estos momentos tiene altos costos que agudizan la precariedad económica ante la ausencia de solidaridades y capacidad hospitalaria. Los datos son sólo un esqueleto descarnado de las interacciones y comportamientos de la naturaleza que los constituye; se invisibiliza por imposibilidad.
El futuro, lo que está por venir, se divulga como: posibilidad de cambio, prospectiva o esperanza y, para algún pasado extendido, como respuesta. El futuro está fragmentado por identidades cognitivas, emergentes, históricas y de mercado. En 1800 era impensable una población mundial de 7 843 millones de personas o de 129,817,023 para México, los recursos eran suficientes para 1000 millones y se diseñaba un futuro centrado en el progreso y la civilización y una identidad de estado. Ahora, el futuro es alterno y se piensa en la sostenibilidad de una población que se agolpa en espacios urbanos con necesidades educativas, económicas y sociales asimétricas; aspiran a un futuro impuesto, quizá, por la idealización lineal del progreso y la romantización de la desgracia, la pobreza, la catástrofe y la incertidumbre. Ese futuro continuará como mecanismo de emparejamiento de quienes añoran un cambio centrado en lo biotecnológico e infotecnológico.
No, no estamos perdiendo la escuela como espacio de aprendizaje, estamos ampliando los nodos de interacción cognitiva que, en muchos casos, quedan desvinculados con la escuela por la ausencia de empatía. Ahora, los actores sociales educativos tienen en un solo tiempo y espacio acceso a diversas realidades virtuales que incluyen la escuela como idea y el entorno personal como realidad; y sobre la primera hay autonomía decisional para ausentarse o tener presencia visual y auditiva. Ahora, los estudiantes están más cerca de sus padres y, los profesores son observados por actores educativos informales testigos de las invisibilizadas prácticas educativas más que nunca instruccionales o innovadoras. La formación cognitiva se trasladó a las casas y los actores sociales educativos informales, sobre los que empieza a recaer las consecuencias de la pandemia como desastre natural, pertenecen a una generación en las que los modelos educativos eran instruccionales centrados en la formación de sujetos empleables, consumidores e idealizadores del sacrificio y la trascendencia económica.
Estamos aprendiendo a convivir con nosotros mismos; recuperando el sentido de la familia extendida, de los nuestros, de las solidaridades ante las desigualdades, de la empatía de mercado que empareja necesidades, de la socialización y democratización de saberes con valor asignado, de la confianza en los otros basada en sus compromisos, en la claridad de su información y respeto por la vida; de ello dependerá nuestras formas de socialización. Como bien recuerda Panglós a Cándido: “todos los sucesos están encadenados en el mejor de los mundos posible”, por ello -le respondió Cándido- “es menester labrar nuestra huerta” para en el futuro emergente afrontar las crisis ecológicas, económicas y sociales o formar a las generaciones siguientes para que consigan refugiarse en la luna o en Marte.
Hui, Y. (2020). Cien años de crisis. La cultura monotecnológica ante el brote epidémico, Argentina: Caja Negra.
Vattimo, G. & P. Paterlini (2008). No Ser Dios. Una autobiografía a cuatro manos. España: Paidos.
Voltaire. (2014). Cándido. España: Gredos.